Uno de los médicos más prestigiosos de los EEUU en esos años, Louis Grossman le enseñaba a sus alumnos algunas normas de antisepsia, aclarando que todas esas cosas no servían para nada.
En esa época, las mujeres que daban a luz tenían una tasa de mortalidad que se triplicaba si el parto tenía lugar en un hospital y no en la casa.
La causa era que los facultativos llamaban fiebres puerperales.
Ignaz Philipp Semmelweis (1818-1865), nacido en Budapest, Hungría, viajó a Viena en 1837 para estudiar Derecho, pero su verdadera vocación era la Medicina y cursó estudios en el Hospital General de Viena, donde fue alumno de Joseph Skoda, Carl von Rokitansky y Ferdinand von Hebra, tres celebridades médicas de la Viena de su tiempo.
En 1839, tras haberse inaugurado la Escuela de Medicina de Budapest, regresó a su ciudad natal para proseguir su formación, pero la enseñanza no le convencía y retornó a Viena. Se Licenció en Medicina y empezó a trabajar con Rokitansky, que se dedicaba a infecciones quirúrgicas.
Semmelweis refirió: “Todo lo que aquí se hace me parece muy inútil; los fallecimientos se suceden de la forma más simple. Se continúa operando, sin embargo, sin tratar de saber verdaderamente por qué tal enfermo sucumbe antes que otros en casos idénticos”.
A los 28 años, obtiene el Doctorado en Obstetricia y es asistente en una maternidad del Hospicio General de Viena.
En su época, se consideraba que las miasmas eran la causa de las infecciones, entre ellas la sepsis puerperal.
En 1795, se publican los primeros estudios que recomiendan lavarse las manos después de asistir a enfermas afectadas de fiebre puerperal y antes de atender a nuevas parturientas.
J. Boër, a principios del siglo XIX, aplica normas higiénicas en la Maternidad de Viena y consigue reducir la mortalidad materna hasta el 0,9%.
Su sucesor, el doctor Klein, dejará de aplicarlas, con el resultado de que la mortalidad asciende al 29,3%.
Oliver Wendell Holmes publicó en el 1843 On the Contagiousness of Puerperal Fever en el que recomendaba a los médicos lavarse cuidadosamente, cambiarse de ropa y esperar al menos 24 horas antes de atender a otra parturienta si habían estado en contacto con una enferma de fiebre puerperal.
La mayoría de los médicos rechazaron el método propuesto por Holmes.
Una mortalidad desconcertante
Semmelweis observó la alta tasa de mortalidad entre las parturientas.
En el hospicio había dos salas de partos, dirigidas respectivamente por los doctores Klein y Bartch. Semmelweis estudió las diferencias entre ambos pabellones.
En la primera, la mortalidad en el 1846 era aterradora: el 96%, era muy frecuentada por los estudiantes de medicina, que atendían a las parturientas después de las sesiones de medicina forense.
La sala de partos de Bartch era más utilizada por las comadronas y la mortalidad se disparaba cuando los estudiantes visitaban a las parturientas.
“La causa de la fiebre puerperal es que los estudiantes transportan algún tipo de «materia putrefacta» o veneno desde los cadáveres hasta las mujeres”, refirió Semmelweis.
Así explicó que las mujeres que daban a luz en sus domicilios o en la calle tuviesen una tasa de mortalidad muy inferior al grupo de mujeres que parían en el hospital, sobre todo si en éste eran atendidas por los estudiantes de medicina.
Denunció que la fiebre puerperal era originada por las partículas de cadáveres adheridas a las manos de los estudiantes.
El doctor Klein no estuvo de acuerdo con las conclusiones de Semmelweis y responsabilizó a los estudiantes, a los que acusó de brusquedad en la realización de los exámenes vaginales y acusó especialmente a los estudiantes extranjeros, sobre todo a los húngaros, vistos con mucha desconfianza en Viena.
Así devolvía la acusación formulada por el húngaro Semmelweis y reivindicaba su inocencia.
Klein expulsó a 22 estudiantes, sin que la situación mejorase.
Cloruro cálcico
En octubre del 1846, obligó a los estudiantes a lavarse las manos antes de examinar a las embarazadas y la respuesta de Klein fue fulminante: el 20 de octubre despidió a su ayudante.
Semmelweis hace un viaje por Europa y retorna a Viena, donde espera que Skoda le consiga una plaza en el hospital que dirige.
Su hipótesis se ve reforzada cuando fallece el profesor de anatomía Kolletchka, tras herirse durante una disección y morir de los mismos síntomas de la fiebre puerperal.
La conclusión es evidente: la causa de la enfermedad son los exudados de los cadáveres.
Gracias a Skoda es nombrado ayudante en la sala dirigida por Bartch.
Su consigna no deja lugar a dudas:”Desodorar las manos, todo el problema radica en eso”.
Solicita que los estudiantes de la sala de Klein pasen a la sala de Bartch: la mortalidad sube del 9 al 27%.
Prepara una solución de cloruro cálcico y obligar a que se laven las manos los estudiantes que hayan trabajado en el pabellón de disecciones ese día o el anterior.
La mortalidad desciende al 12%.
Él mismo es el causante de varias defunciones: en junio de 1848, Semmenweis,l asiste de cáncer de útero a una mujer y a continuación explora a cinco parturientas. Las cinco mueren de fiebre puerperal.
En consecuencia, los vectores de la enfermedad son las manos, que hay que limpiar minuciosamente, y no sólo contaminan los cadáveres sino también a los enfermos.
Decide que se laven las manos con cloruro cálcico todas las personas que examinen a las embarazadas: la mortalidad cae al 0,23%.
La demostración es irrefutable, pero no le hacen caso: Semmelweis es un modesto médico húngaro que está acusando de suciedad y descuido a las celebridades médicas de la próspera y poderosa Viena.
Se le acusa de haber falseado las estadísticas, de que su experimento es erróneo y de que no puede ser reproducido.
Rechazado y enfermo
Mientras los médicos polemizaban y se negaban a dar su brazo a torcer, las parturientas seguían falleciendo, a pesar de que el remedio era una simple cubeta de cloruro cálcico en la que lavarse las manos.
Sólo le apoyan, Skoda, Rokitansky, Hébra, Heller y Hel, prevaleciendo la opinión del influyente Klein y el 20 de marzo de 1849 Semmelweis es expulsado de la Maternidad.
Se traslada a Budapest en plena revolución contra los húngaros y vive en condiciones penosas. Pasa hambre, soporta un brazo y una pierna fracturados.
Su amigo, el doctor Markusovsky, consigue que lo acepten en la Maternidad de San Roque de Budapest, dirigida por el doctor Birley. Allí redacta su obra fundamental: “De la etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal”.
Sus consejos higiénicos son ignorados también en Budapest, se desespera, comienza a deprimirse y a utilizar un tono desequilibrado, como en la carta que dirige a todos los profesores de obstetricia:
«Mi descubrimiento, ¡ay!, depende de los tocólogos.
Y con esto ya está todo dicho (…). Llamo asesinos a todos los que se oponen a las normas que he prescrito para evitar la fiebre puerperal. Contra ellos, me levanto como resuelto adversario, ¡tal como debe uno alzarse contra los partidarios de un crimen!
Para mí no hay otra forma de tratarles que como asesinos. ¡Y todos los que
tengan el corazón en su sitio pensarán como yo!
No es necesario cerrar las salas de maternidad para que cesen los desastres que deploramos, sino que conviene echar a los tocólogos, ya que son ellos los que se comportan como auténticas epidemias…”.
Sus adversarios le ridiculizan y le describen como un pobre hombre, un enajenado. Desesperado, pega pasquines en Budapest advirtiendo a las embarazadas del riesgo que corren si acuden a los médicos. Su situación es lamentable: padece alucinaciones, busca tesoros escondidos en las paredes de su casa y es internado en un asilo.
Le dan el alta, entra en el pabellón de anatomía y delante de los alumnos abre un cadáver y utiliza después el bisturí para provocarse una herida, queriendo demostrar que los fluidos de los cadáveres son venenosos.
Cae gravemente enfermo y aunque Skoda acude a Budapest para tratarle, fallece tras padecer los mismos síntomas que las mujeres a quienes había intentado ayudar y muere a los 47 años en brazos de Skoda.
Actualmente, en el Hospicio General de Viena hay una estatua de Semmelweis, con una placa y la siguiente inscripción:
“El salvador de las madres”.
Su obra científica se reduce a su tesis doctoral, “De la etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal”, escrita en el 1857 y publicada en el 1861.
Hoy se cita con frecuencia una de sus frases: “El deber más alto de la medicina es salvar la vida humana amenazada, y es en la rama de la obstetricia donde este deber es más obvio”.
Es considerado como el creador de los procedimientos antisépticos.