Circunstancias y antecedentes históricos
En febrero de 1870, el vapor “Piutou” arribó a costas argentinas, del que descendió Francisco Turett, casado y de 25 años de edad, se alojó ya enfermo en el Hotel Roma –ubicado en la calle Cangallo– permaneció allí empeorando hasta su muerte el 22 de febrero.
El 5 de Enero partió de Asunción, el vapor “Corumba”, arriba a nuestras tierras y uno de sus pasajeros, Arístides Cote, muere el 11 de Enero.
El 21 de Enero se producen las muertes en el pequeño inquilinato de Bolívar 392, donde Ángel Bignollo de 68 de años de edad y su nuera Colomba de 18 años, contrajeron la enfermedad.
En 1870, un año antes de la aparición de la mortífera y cruel fiebre amarilla en San Telmo, sucedieron una serie de acontecimientos que tuvieron una indubitable relación con su aparición posterior.
El vapor “Douro”, el día 2 de febrero llegó al puerto de Buenos Aires proveniente de Río de Janeiro. La Capitanía del Puerto de Buenos Aires – advertida de las maniobras de este barco por eludir los controles sanitarios en Montevideo y llegar así a nuestro país – le impuso la correspondiente cuarentena por sospechar que a bordo hubiese enfermos de la mortal peste.
Recordemos que en Río de Janeiro, la fiebre amarilla ya era endémica, por lo que toda embarcación que proviniese de esa zona, representaba un peligro mayúsculo y cierto.
El 15 de marzo de 1870, se produce otro incidente similar, aunque más extremo, dado que se trató de la detección efectiva de un caso de fiebre que venía del mismo destino.
La Prensa de Buenos aires, exigió el cumplimiento inquebrantable de fuertes cuarentenas a las embarcaciones que quisieran ingresar del Brasil.
Al mismo tiempo, iguales medidas fueron adoptadas en simultáneo, en las orillas montevideanas, ya que era la ruta usual hacia Buenos Aires.
Ello promovió la inmediata protesta de sectores comerciales tanto nacionales como extranjeros. La cuarentena, era una medida ofensiva al libre comercio.
Recordemos también que estaba en juego la enorme deuda de guerra que Mitre le había dejado a Sarmiento y que éste tenía que gestionar: ocho millones de libras esterlinas – divisas que sólo eran pasibles de ser obtenidas a través de la incansable actividad del puerto y la aduana.
A principios de 1870, al tener noticia de la fiebre amarilla de Río de Janeiro, el Consejo de Higiene Pública había redactado un Reglamento Sanitario Marítimo que no se puso en práctica por falta de aprobación del gobierno nacional de Domingo F. Sarmiento.
Por lo tanto, a mediados de febrero se mantenía la “cuarentena” de 10 días a los buques provenientes de aquel puerto infestado; la cual era –a todas luces– insuficiente.
La falta de aprobación de ese reglamento creaba dificultades a la Junta de Sanidad.
Es así que fueron innumerables los conflictos que se sucederían sin solución de continuidad y que involucrarían a varios actores: el Capitán del Puerto, los médicos (que controlaban las patentes y determinaban las cuarentena), el Ministerio de Guerra, los intereses comerciales y la Presidencia de la Nación.
El suceso más escandaloso lo tuvo a Domingo F. Sarmiento, ya presidente, como principal protagonista.
El Dr. Pedro Mallo prohibió terminantemente el desembarco de los pasajeros de dos barcos, enviando a los buques procedentes de Río de Janeiro a Ensenada para que cumpliesen la cuarentena establecida.
Fue así que Sarmiento –quebrantando las normas del funcionamiento institucional y pasando por sobre el área de competencia del Ministerio de Guerra– ordenó en forma personal levantar la cuarentena impuesta a ambas embarcaciones y además – ordenó encarcelar al Médico de la Junta de Sanidad del Puerto de Buenos Aires, el Dr. Pedro Mallo.
Así, se le abriría la puerta -ya un año antes- a la epidemia más letal que sufriría el Buenos Aires.
El carnaval de Martinez de Hoz
La fiebre amarilla no detuvo al carnaval.
Oficialmente la epidemia comenzó con tres casos diagnosticados en Bolívar 392 (hoy 1292).
Era una antigua mansión señorial devenida en conventillo de inmigrantes como tantas otras ubicadas en la manzana comprendida por las calles Cochabamba -Perú- San Juan y Bolívar de la Parroquia de San Telmo.
Los doctores Luis Tamini, Santiago Larrosa y Lepoldo Montes Oca son enviados por el gobierno municipal a constatar lo que era un rumor.
Los médicos coincidieron en el diagnostico: era fiebre amarilla. El primero de ellos a la sazón miembro de la Comisión Municipal informó a ésta, en una sesión secreta.
Su presidente, Narciso Martínez de Hoz decide seguir adelante con los fastos de momo; pensó que la suspensión de las carnestolendas (los tres días que preceden al comienzo de la cuaresma) sería una medida impopular que perjudicaría sus aspiraciones políticas con la fecha de las elecciones tan cerca.
La Comisión Municipal porteña en pleno, autorizó los festejos y -como todos los años- un cañonazo al mediodía fue la señal de inicio del juego con agua.
La ciudad de Buenos Aires se había engalanado: fuegos artificiales, bandas de música, embanderamiento de los edificios, bailes de máscaras en el Club del Progreso y en el Club del Parque.
Una de las primeras disposiciones adoptadas fue el desalojo total de la manzana de Bolívar, Av. San Juan, Defensa y Cochabamba. Pero nada parecía parar la epidemia.
Mientras el jolgorio del carnaval aturdía, se producían treinta víctimas diarias.
El 22 de febrero la peste penetró en el barrio del Socorro y se aposentó en la manzana limitada por las calles Paraguay, Cerrito, Charcas y Artes (Carlos Pellegrini).
En sólo trece días, la fiebre amarilla se había propagado en ocho barrios de la ciudad de Buenos Aires.
Por las noches la gente se agolpaba en los teatros para bailar y lucir sus máscaras.
Mientras muchos se divertían, médicos y curas corrían de un lado a otro para socorrer a los enfermos, cuyo número iba en aumento.
En una carta, un habitante de Buenos Aires pinta a esta ciudad de cuerpo entero:
“Desde que fue construída nuestra ciudad, nunca se evacuó un excusado.
Los pozos negros tienen una profundidad de 20 a 60 pies (6 a 18 metros, aproximadamente), no tienen revestimiento y carecen de caños de salida.
Los líquidos son absorbidos por la tierra circundante, y cuando las partes sólidas se han acumulado, hasta llegar casi al inodoro, se hace un nuevo pozo al lado, y se lo comunica con el viejo mediante una pequeña zanja.
Van a parar allí también los residuos de la cocina.
De modo que tenemos (…) 30.000 pozos negros o «aguas de los mil olores» llenos al tope, y otros 15.000 hasta la mitad, que continuamente, y a través de todos los poros, transpiran sus miasmas, convirtiendo a la ciudad en los días sin viento, y con elevada humedad, en una verdadera cueva pestilente.
Si entonces llega el obligado chaparrón, ese vaho venenoso se hace cada vez peor a medida que el agua entra en los viejos y nuevos depósitos, removiendo la papilla de tres o cuatro generaciones”.
La ciudad, en 1871, era en realidad una ciudad medieval de calles de tierra arcillosa, muchas de ellas rellenas con los residuos domiciliarios y fácilmente convertibles en pantanos cuando las lluvias abundaban.
El agua para consumo de la población se obtenía de aljibes, en las pocas casas que los poseían, que coleccionaban la de lluvia.
Pero la mayoría la recibía de los aguateros que la recogían del río donde desembocaba esa gran cloaca a cielo abierto.
En esa bella ciudad, la inoperancia facilitó la propagación de todos los males, sin que se atinara a ponerles remedio.
La provincia fue literalmente sellada en sus fronteras por las provincias limítrofes.
El transporte languideció por la falta de cocheros.
La especulación castigó a los que se quedaron, con precios escandalosos de lo que necesitaban para vivir y la aparición de un mercado negro quebró a los comercios minoristas que resistían.
Sólo unos 50 médicos quedaron ofreciendo la poca asistencia que la medicina de entonces podía ofrecer, muriendo muchos de ellos.
Atentos al espacio asignado continuaremos con el tema en otra publicación.