En la Biblia se considera «impura» a la mujer que «padece la incomodidad ordinaria del mes» ( Levítico XV, l9 – 33 ).
En la Edad Media (476-1492) la sangría fue parte esencial de la práctica médica, y la Escuela de Salerno ( siglo XII) consideraba que la purga del cuerpo refuerza la memoria, limpia la vejiga, deseca el cerebro, calienta la espina dorsal, aclara el oído, alarga la vida, y ahuyenta las enfermedades.
Era creencia extendida que el sangrado terapéutico era útil en la inflamación, la fiebre y la hemorragia. Se llevaba a cabo la flebotomía con lancetas, y en aquellos más débiles, se empleaban las sanguijuelas.
Se extraían desde pequeñas cantidades 100 a 120 ml hasta cifras mayores: en algunos casos se postulaba que debía llegarse hasta el síncope, y hubo extracciones de hasta un litro de sangre o más.
Durante el siglo XVI fue aplicada a los maníacos (manía sanguínea) y a los melancólicos (melancolía sanguínea).
En la primera mitad del siglo XVI las láminas de Calcar en el libro de Andrés Vesalio (De humani corporis fabrica libri septem), publicado en 1514, mostraron por primera vez el curso de los vasos y señalaron numerosos puntos para la sangría, tanto arterial como venosa.
Durante el siglo XVII la práctica de la sangría alcanzó su climax y fue repetidamente aplicada, sin distinción de personas.
Harvey, sostenía su uso en las enfermedades causadas por la plétora, o la acumulación de sangre debida al exceso de comida y bebida, o al fracaso del corazón.
Hubo defensores acérrimos de la práctica de la sangría:
–Guy Patin (1601-1672), decano de la Facultad de Medicina de París, contaba que sangró doce veces seguidas a su mujer por una congestión en el pecho, veinte a su hijo por fiebre y él mismo se sangró siete veces por un catarro.
–Francois Broussais (1772-1838) practicó sin límite el sangrado por sanguijuelas.
Creía que casi todas las enfermedades son debidas a la inflamación de diferentes órganos, y que el sangrado terapéutico mediante sanguijuelas colocadas en la superficie del cuerpo cercano al órgano enfermo era la forma de alcanzar la curación.
–El rey francés Luis XIII (l610-1643) recibió en un solo año, cuarenta y siete sangrías, doscientas quince purgas y doscientas doce lavativas.
–El Rey Sol, Luis XIV, rechazó el sangrado después de sufrir treinta y ocho procedimientos. Lo aconsejado era una sangría mensual para adultos y una cada seis meses para los ancianos.
–Alain René Lesage (1668-1747) en su obra Gil Blás de Santillana relata cómo el doctor «Sangrado» ordena retirar seis onzas de sangre a un desgraciado.
–Jean Baptiste Poquelin (más conocido por el seudónimo de Moliére, 1622-1673) en El enfermo imaginario hace ver, en su ensañada burla de los médicos, cómo el tratamiento era el mismo para todos los enfermos: clísteres, purgantes y sangrías.
–Francisco José Victorio Broussais (1772-1838), discípulo de Xavier Bichat y cirujano del ejército napoleónico, tenía por tratamiento preferencial, antiflogístico y debilitante, la aplicación de centenares de sanguijuelas en el abdomen, el cuero cabelludo e inclusive en las mucosas (anal y gingival) de sus pacientes.
A los alienados en los hospicios franceses, se les sangraba hasta que terminaban en un estado demencial profundo y a los enfermos con “sangre caliente y abundante” se les sangraba y se les arrojaba, atados de pies y manos, a un estanque de agua fría.
Broussais recomendaba la sangría general y local para la inflamación cerebral, de los pies y el ano, “sedación directa” conjuntamente con refrigerantes.
Fue el más sanguinario de los médicos que recuerde la historia, tanto de él y sus seguidores se dijo que hicieron verter más sangre que la Revolución.
Como la sanguijuela corrientemente empleada, la hirudo medicinalis (en cuya saliva se encuentra la hirudina, potente inhibidor de la trombina) se había extinguido, en plena fiebre del sangrado curativo, fue necesario importar a Francia, más de cuarenta millones en 1833.
Juan Bautista Bouillard, fue el último de los grandes sangradores.
Pero no sólo en Francia se abusó del sangrado:
–Thomas Sydenham (1624-1689), cabeza de los sistematizadores del siglo XVII, sostuvo, como Hipócrates, que «la naturaleza posee un instinto para curarse a sí misma» y, aparte de su acopio farmacológico (quina, hierro, opio), su terapéutica incluía dieta, purgantes y pequeñas sangrías.
– William Cole (1635-1716), partidario de la escuela yatrofísica, empleó el sangrado para «dominar la tensión febril de las fibras corporales».
– El rey Hanover de Inglaterra George IV (1762 – 1830), hijo del alienado George III, había recibido alrededor de cien sangrías antes de cumplir los treinta años.
–El médico Benjamín Rush (1745 – 1813), iniciador de la medicina clínica y la psiquiatría en Estados Unidos y firmante de la carta de independencia de Filadelfia, preconizó la sangría como tratamiento de la fiebre amarilla durante la epidemia que azotó a la ciudad en 1769.
A lo largo de todo este tiempo se sacrificaron miles y miles de enfermos, entre los más ilustres George Washington, que padeciendo una epiglotitis fue sometido por sus tres médicos personales a repetidas sangrías, a lo largo de dos días, que lo llevaron a la muerte.
Como muchos otros aspectos de la medicina, los aborígenes americanos practicaron la sangría antes del descubrimiento.
Los incas se valían de una punta aguda de pedernal, que era fijada con hilo a dos varitas y luego, daban un papirotazo sobre el vaso. El indio Garcilaso de la Vega en sus Comentarios Reales dice que «creyeron preventiva la evacuación por sangría o purga».
Entre los aztecas, la sangría fue practicada por médicos, cirujanos y sangradores que llegaron durante la conquista, según relata F. Bravo de Ozuma en su obra Opera medicinalis, publicada en México en 1570.
Los mayas realizaban rituales terapéuticos que incluían el reconocimiento de sus culpas ante los dioses, seguido de sangría a manera de desagravio.
En el siglo XVIII , durante la Colonia fueron los barberos flebotómanos los encargados de realizarlas así como la aplicación de las ventosas que «fueron placer heroico de numerosos colonos» que los prefirieron antes que al médico.
A partir del establecimiento del Protomedicato (siglo XVIII) se reglamenta el Título de Maestro en Flebotomía, quien era el encargado de formar y proponer a los futuros sangradores; durante el Virreinato del Río de la Plata, Pedro Faya fue nombrado Primer Maestro Sangrador en reconocimiento a “su gran habilidad y conocimiento del arte de la sangría”.
En 1820 se creó en Buenos Aires el Tribunal de Medicina y posteriormente, con la creación de la Facultad de Medicina, la práctica de la sangría se incluyó como materia especial, persistiendo como tal hasta la década de 1870.
En esta época los profesionales más característicos de la práctica empírica de la medicina fueron los barberos sangradores y los sangradores flebotomianos.
El barbero cirujano era un profesional independiente que estaba autorizado, previo examen por el protobarberato, a sajar ( cortar), extraer piezas dentales y muelas, sangrar, aplicar ventosas y sanguijuelas. En todo hospital importante estos barberos formaban parte de la plantilla junto a médicos, enfermeros y boticarios.
El llamado “cazador de sanguijuelas” era la persona dedicada a recoger estos gusanos en charcas y arroyos, o bien las recogía a mano o paseándose con las piernas descubiertas tomaba las adheridas a su piel para después venderlas. Existía un mercado de sanguijuelas que proveía de estos gusanos a boticas, hospitales y profesionales.
Es ésta la prolongadísima historia de un procedimiento médico que encontró asidero en falsas concepciones que fueron aceptadas como axiomas durante muchos siglos, pero que se siguió empleando aun después de que éstas fueron revaluadas.