La ciudad contaba solamente con 40 coches fúnebres, por lo tanto, los ataúdes se apilaban en las esquinas a la espera de que coches con recorrido fijo los transportasen.
Debido a la gran demanda, se sumaron los coches de plaza, que cobraban tarifas excesivas.
El mismo problema con los precios se dio con los medicamentos, aunque poco servían para aliviar los síntomas.
Como eran cada vez más los muertos, y entre ellos se contaban los carpinteros, dejaron de fabricarse los ataúdes de madera para comenzar a envolverse los cadáveres en trapos. Por otra parte, los carros de basura se incorporaron al servicio fúnebre y se inauguraron fosas colectivas.
El número de saqueos y asaltos a viviendas aumentaron: existieron casos donde los ladrones accionaban disfrazados de enfermeros para introducirse en las casas de los enfermos.
El gobierno municipal adquirió entonces siete hectáreas en la “Chacarita de los Colegiales” (donde hoy se encuentra el Parque Los Andes, entre las actuales avenida Corrientes y las calles Guzmán, Dorrego y Jorge Newbery) y creó allí el nuevo “Cementerio del Oeste”.
El nombre del barrio, que da nombre al cementerio, es el diminutivo de Chácara o Chacra, una palabra quechua que significa quinta, granja.
En este caso, se trataba de la Chacra del Colegio que la Compañía de Jesús tenía en las afueras de la ciudad desde mediados del siglo XVIII.
Era el lugar elegido por los estudiantes para pasar sus vacaciones. Miguel Cané los describe, en su Juvenilia (1884), como un lugar de campo con un paisaje idílico.
Por eso toda la zona se denominó “Chacrita de los colegiales”.
Luego la zona se dividió en dos barrios porteños: Chacarita y Colegiales.
Quince años más tarde, los olores y la falta de salubridad generaron la protesta de los vecinos, por ello se clausuró en 1875, y en 1886 recibió la clausura definitiva.
Se trasladó a pocos metros de allí, al actual “Cementerio de la Chacarita”.
El 4 de abril fallecieron 400 enfermos, y el administrador de dicho cementerio informó a los miembros de la Comisión Popular que tenía 630 cadáveres sin sepultar y que 12 de sus sepultureros habían muerto.
Fue entonces cuando Héctor Varela, Carlos Guido Spano y Manuel Bilbao, entre otros, tomaron la decisión de oficiar de enterradores; al hacerlo rescataron de la fosa común a algunas personas que aún manifestaban signos de vida, entre ellas una francesa lujosamente vestida.
En el Cementerio de la Chacarita llegaron a enterrarse 564 personas en un solo día, y en la memoria colectiva quedó el recuerdo macabro de las inhumaciones nocturnas de cadáveres.
El fin de la epidemia
Ayudada por los primeros fríos del invierno, la cifra comenzó a descender en la segunda mitad de abril, hasta llegar a 89.
Los decesos disminuyeron en mayo, y a mediados de ese mes la ciudad recuperó su actividad normal; el día 20 la comisión dio por finalizada su misión.
El 2 de junio, por primera vez, ya no se registró ningún caso.
Años después, el afamado historiador Paul Groussac, que fue testigo de la catástrofe, afirmaba que:
«Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro».
El médico higienista Guillermo Rawson testimoniaba haber visto
«…al hijo abandonado por el padre; he visto a la esposa abandonada por el esposo; he visto al hermano moribundo abandonado por el hermano…».
Dado el espacio asignado continuaremos con este desarrollo en forma independiente.